Serial, del pasmo a la poesía
Jeremías Marquines
La frase de Heidegger: para qué poesía en tiempos de penuria o en tiempos sombríos, cobra en la actualidad su dimensión más amplia. Algunos dirán que la poesía en tiempos de penuria trae esperanza, pero no es así, la poesía no nos da nada que no tengamos ya adentro de nosotros, si lo que deseamos es esperanza, tendremos esperanza, pero si lo que bulle en nuestro interior son otros sentimientos como la angustia, el desencanto, el odio y la impotencia castradora, eso mismo obtendremos de la poesía.
Hasta hace una década, la violencia producida por los conflictos entre bandas rivales de narcotraficantes era un tema marginal del que se ocupaban sólo las páginas de notas rojas de los periódicos regionales y, a veces, alguno que otro cuentista, sobre todo de los estados del norte donde por generaciones vivieron los grandes barones de la droga pero para la poesía estos asuntos nunca tuvieron importancia.
Para muchos mexicanos la violencia del narcotráfico sólo existía en la imaginación de los narradores y corridistas norteños, y en la canción de Camelia la Tejana y Emilio Varela que, paradójicamente, la misma sociedad que hoy se duele de la narcoviolencia ayudó a difundir y cantó en fiestas y bautizos desde 1973, año en que la abuela de los narcocorridos se grabó por primera vez.
Hace poco tiempo era impensable y hasta de mal gusto que los poetas hicieran eco de tiroteos y matazones entre narcos y policías. Si uno revisa los libros de los más destacados poetas mexicanos de los últimos diez años, según un artículo publicado por El Universal, se dará cuenta que estos asuntos no existen para esos maestros de las letras nacionales. Como es común en nuestro país, los poetas viejos y jóvenes estaban ocupados como siempre en analizar las pelusas de su ombligo; observar las grietas en la pared; seguirle las huellas a un tigre rengo, y buscar abstracciones estéticas en la guía de enfermedades hospitalarias. Para estos poetas, mirar la realidad alrededor de sí, era y sigue siendo cosa sucia. Los únicos que en ese entonces se atrevieron a tocar el tema fueron algunos narradores mexicanos como Mario Trejo González y Elmer Mendoza. El primero con la novela El cadáver errante, publicada como la primera narconovela en 1993 por la editorial Posada, y el segundo, con Un asesino solitario publicada por Tusquets en 1999, donde el crimen de Colosio le sirve de pretexto a Mendoza para marcar en el mapa del país un territorio que desde siempre se han disputado narcotraficantes y policías judiciales; luego de esto, la narcoviolencia se hizo moda literaria que las editoriales han explotado hasta la trivialidad, casi de la misma manera en que lo hicieron en su tiempo con la llamada literatura de la onda o con el realismo mágico.
Pese a que la violencia criminal, desgraciadamente forma parte desde hace algunos años de la vida cotidiana de millones de mexicanos, hasta hace algunos meses, en el mundo de los poetas nacionales, aún se pensaba que era posible vivir en los márgenes de esta inercia de la brutalidad. Sin embargo, el despertar a la realidad ha sido súbito y terrorífico. Cada vez son más los casos de escritores que han sido tocados por las balas de lo amargo; el caso más dramático, como todos saben, lo representa el poeta Javier Sicilia. Luego le siguió Efraín Bartolomé, el más insolidario de los poetas mexicanos, quien quiso sacar jugo publicitario de un simple allanamiento a “su hermosa casa”, cuando en el país todos los días la gente vive casos verdaderamente graves de terror.
Para los que vivimos en Acapulco, un lugar que durante más de medio siglo representó La Meca del turismo nacional y extranjero; el paraíso de palmeras y sol donde cientos de artistas y faranduleros diversos encontraron alivio a su mundanidad, tiene ahora otro significado. Vivir en Acapulco significa dormir y despertar con miedo. Aquí, como dice uno de los poemas de Antonio Salinas: “La casa ya no es lugar seguro: las paredes son blandas, hieden a pólvora los rincones”. Vivir ya no es opción entre las balas cotidianas. La incertidumbre alimenta los días violentos donde sobrevivir lo más discretamente posible, se ha constituido en parte de un ritual que cada quien practica a su modo, ya muy ajeno a la ensoñación edénica.
Si el despertar es abrupto, la literatura que se hace en Acapulco es del mismo modo: casi de la noche a la mañana se pasó de la fiesta perpetua al luto cotidiano. Un día Antonio Salinas se encontró en la disyuntiva entre seguir cantando al mar, las mujeres y las playas de Acapulco como venían haciendo los versificadores y boleristas de este puerto desde hacía más de medio siglo, o volverse sobre el ejercicio de hacer una reflexión llena de intuiciones y alumbramientos sobre la realidad violenta que le tocó vivir.
Antonio Salinas (Acapulco, 1977), es parte de una nueva y quizá la primera generación de escritores que desde Acapulco -un lugar que hace menos de una década no figuraba en ningún mapa literario nacional-, construyen una poesía integrada por partes de la realidad más inmediata y esencias intangibles que laten bajo la piel. Una poesía que se alimenta de la nausea y del caos, ilegitimo e intolerante donde nace.
Serial es una cifra, un código alfanumérico único asignado para identificar un objeto en particular entre una gran cantidad. Así tituló Antonio Salinas Bautista su primer libro de poemas que recién acaba de publicar el Fondo Editorial Tierra Adentro, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Con este título, el poeta nos anuncia una poesía de pasmo donde el valor de la vida se traslada al número de serie con el que se identifica a cada individuo en los largos empadronamientos de muertos que deja la violencia criminal que azota al país.
Una poesía de pasmo dije porque así está la sociedad y el tiempo que vivimos. Un tiempo donde la poesía ha sido rebasada por la intensidad de la violencia y que Antonio Salinas expresa bien al decir: Me siento el centro de una balacera,/ víctima del silencio amordazado […] Me concentro frente a la hoja en blanco./ Trato de escribir una sola palabra y no puedo;/ el papel se arruga en mis manos,/ ¿o son mis manos las que se arrugan?, ¿o es mi voz la que no alcanza el vuelo como cualquier pájaro?
Nadie se mueve, nadie habla, nadie vio, ni escuchó nada. “De ahí que mi voz sea una fruta amarga, sonido que no se oye”, escribe Salinas. Hay una vida ahogada dentro del caos que producen las balas y los ajusticiamientos cotidianos. En cada esquina la vida se paraliza por el miedo. “Hay amor, ya no podremos caminar igual por esa cuadra, ni vivir entre los muros y la casa por otra larga temporada”. Nadie está a salvo, ni entre la multitud de un estadio de futbol, mucho menos en la banqueta de la avenida Costera de Acapulco en la que bestias sin rostro dejan regueros de restos humanos. “Nos debemos al festín de los encapuchados”, dice el poeta.
Serial es un libro que tiene el acierto de regresarnos de los exilios interiores donde por tanto tiempo nos hemos evadido. Nos trae de regreso de ese tiempo homogéneo y vacío de la memoria, del recuerdo y los días felices, al tiempo actual, el del presente que es lleno, llano y sin memoria pero es nuestro tiempo. En este tiempo, al igual que todo lo demás, a la violencia también la han desprendido de toda justificación ideológica, pues se matan disputando misceláneas, piélagos y cocinas, reclama el poeta. Se matan porque alguien se parecía a algún otro que cruzó la acera. Ajena a todo margen preestablecido, la violencia del narcotráfico ha creado su propia tercera orilla, su propia justificación, la del terror in situ, de la que se alimenta. “Ellos se adueñaron del tímido respiro de los peatones”, se lamenta el poeta.
El poeta Antonio Salinas ha creado un libro de pasmo, reflejo de una sociedad amordazada por el miedo. Un libro de admiración y asombro extremados por la violencia, que dejan como en suspenso la razón y el discurso. ¿Cómo decir con mis propias palabras que aquí toda roca se ablanda? Por más que escribo notas veo una grieta que no cierra con nada…, dice el poeta.
Serial es una alusión a una sociedad impotente, pasmada por el miedo: “Salgo de la casa con el miedo en los bolsillos. Cualquier ladrido me espanta cuando me gana el sueño”. Pero además, como dice uno de los poemas de Salinas: “No hay tribuna/ que se incendie de coraje/. Y “Como quien no quiere la cosa/ levanto mi voz pero nadie me hace segunda”. Pero al final, todo se reduce al temor de hablar, a la mordaza que impone el terror y por eso, parafraseando un versículo bíblico, el poeta reclama: Quien no ha hurgado en el miedo/ que tire la primera piedra y no se esconda.
Los poemas de Antonio Salinas son un recuento lírico de los días aciagos que nos ha tocado vivir; un testimonio de que la violencia y el terror del crimen organizado no sólo matan el cuerpo físico, sino que también, lentamente matan la memoria, la pasman porque se vive al día, al filo de la navaja, a salto de mata: Se vuelven los recuerdos en mi contra/ así que está por demás disimular… No sé si los años me han enseñado o sólo me quitaron algo que no servía.
Pero aún entre las balas y el terror, la poesía canta, y canta a su objeto más preciado, canta al amor. En medio del humo, los matones, los autos polarizados, la sensación de sospecha, los restos humanos y las decapitaciones, el poeta se permite una pausa en el infierno para decirnos: si este amor llegó tarde en tiempos sombríos/ que mejor tarde, amor, que amordazados.
Serial
Antonio Salinas Bautista
Fondo Editorial Tierra Adentro, 2011.
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